Los pijos de la ira

Antaño los reyes conseguían su corona destronando a sus progenitores, no pocas veces con cruentas guerras de por medio. Hoy las monarquías que quedan han aprendido la lección (quizás por eso entre otras cosas hayan sobrevivido) y si acaso el rey no quiere ceder el cetro, se le destapa algún escándalo que le invite a dejar el trono a su heredero. Pero lo cierto es que esta forma civilizada de proceder sólo se da en las monarquías, porque en el resto de los parajes del poder del mundo, el poder se… arrebata. Sí, se arrebata; porque por las buenas no lo suele soltar nadie; pero hoy en día sin violencia, ¡y ese ha sido un grandísimo avance!

Hemos aprendido a evitar la violencia. Por las malas, a base de que ésta nos aplastase cuando la hemos intentado usar en nuestro beneficio, cierto; pero hemos aprendido que la violencia puede aplastarnos y que, aunque a veces creamos que puede ser necesaria, incluso conveniente, siempre es impredecible y sus resultados pueden ser desastrosos. Y fruto de ese aprendizaje hemos inventado las elecciones. Las elecciones sí, ¡qué invento tan maravilloso!

Cada cuatro años el poder se reparte el pastel, pero sin derramar sangre. Los poderosos hacen redactar a sus escribas programas electorales y durante unos meses se dedican a mostrar su mejor cara. Se someten al escrutinio de la prensa (cuando ejerce) y hasta del ciudadano (que casi nunca ejerce) y al final, como si de un concurso de belleza se tratara, los más simpáticos se llevan la parte más gorda del pastel; y el resto se reparte entre los contendientes. Lo que está muy bien, porque así, precisamente así, es como se han evitado más guerras en el mundo.

Aún así, en este Occidente en el que hemos construido el mayor espacio de libertades de todos los tiempos, seguimos conviviendo con todo tipo de fanáticos: Antidemócratas, totalitarios, asesinos, verdugos, violentos.

Los violentos siempre dicen de sí mismos que son héroes que luchan contra los poderes establecidos, que siempre e invariablemente tildan de corruptos e ilegítimos; pero ser violentos no los convierte en héroes, sólo en violentos. Son violentos no porque su lucha lo requiera, ya que el espacio de libertades que hemos creado en Occidente no requiere de una sola lucha violenta más, sino porque lo son; y usan cualquier “causa” para justificar sus desmanes. Los violentos no luchan contra el poder establecido por justicia, sino por sed de sangre; y, por supuesto, no ayudan nunca al vecino a salir de su miseria, sino que buscan tan sólo su placer personal que, de hecho, por sistema incluye el poder pisotear al prójimo, y si antes de ascender el violento al poder aquél no padecía y ahora sí, el placer es mayor.

Los violentos repiten siempre el mismo cántico: Sin mi violencia no hay cambio; y si alguien les replica que los cambios se pueden conseguir desde la paz, ellos sentencian que esos no son auténticos cambios sino que son rendiciones ante el enemigo (porque los violentos sólo tienen aliados o enemigos, como en las guerras); porque, de hecho, ellos viven en pie de guerra y atacan y atacarán a todos los que no sean de su cuerda a la primera oportunidad.

Los violentos son fanáticos, por supuesto, y como todo fanático totalitarios y despóticos, sin  colorantes, sólo despóticos. Su única razón es la de la fuerza bruta, sin balanzas ni varas de medir. El puño que ahora alcen, lo intentarán descargar contra su enemigo tan pronto como puedan.

Son violentos. Violentos, sí; violentos. Pero los violentos no nacieron siendo así. No son violentos por un ADN especial. Estos átrapas sin identidad moral no nacieron queriendo ser violentos; pero fueron maleducados en la creencia de que existen los derechos sin obligaciones ni fronteras y bajo el universal principio de que ellos pueden hacer lo que quieran con sus vidas pero los demás han de hacer con las suyas lo que a ellos les parezca. Así es como se forja a los pijos de la ira. El día que Papá Estado los desarropa y arroja al Monte Búscate la Vida sin más que el frío descampado de las miserias del mundo para guarecerse de la tormenta, montan en cólera, quieren sus derechos y aúllan a la Luna, anunciando su sed de sangre.

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